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Por las noches tengo miedo, porque olvido lo hermoso que es ver amanecer …

Porque olvido que el día siempre llega por muy larga que parezca la noche.

Me acurruco bajo mis sábanas con las ventanas cerradas para que no entre la oscuridad, cerrando así la puerta a la luz de la aurora.  Me encierro como si la oscuridad que asusta fuera la de afuera.

Pero no, no es esa oscuridad la que enfría y paraliza.   No es esa la que nos hace buscar cualquier fuente de luz efímera a la que acercarnos por no abrir las ventanas. Es la de dentro, la propia, : el miedo.
El miedo a sufrir, el miedo a equivocarse, el miedo a entregarse , el miedo a perderse y diluirse, el miedo a sentirse frágil y vulnerable, el miedo a abrir las compuertas del alma y no saber si esas aguas encontrarán  su cauce, el miedo a amar… o el miedo a ser feliz.

¿Merecemos todos ser felices? ¿Lo merezco yo? ¿Puedo permitirme sin sentirme culpable  ser egoísta y pensar en mi? ¿Confiar en que soy importante para alguien no por lo que yo le doy sino por lo que él me quiere dar?  Imagino que sí. Que puedo. Lo hice al menos una vez.

Entonces ¿por qué ese miedo ahora? ¿ Por qué me he parapetado tras una fachada que no soy yo? ¿Por qué creí que debía conformarme con menos? ¿Con migajas que ni siquiera eran dadas con cariño? ¿Por qué rebajamos a veces tanto el listón?
Imagino que porque los fracasos con personas poco importantes no dejan una huella profunda, salvo  la sensación amarga de haberle echado perlas a los cerdos. Pero los fracasos cuando se ama, hieren en las entrañas.

Por eso tengo miedo por las noches… porque olvidé que amanece.

Hasta que alguien nos lo recuerda. Hasta que alguien tiene el valor para ver más allá del miedo, y arriesgarse a colarse por las rendijas de la ventana. Cuando alguien se toma el tiempo de observarte en la distancia y en el tiempo y aprende a separar a la persona del disfraz. Y calcula el tiempo y el momento, el qué, el cómo y el cuándo para empezar a iluminar…  un mínimo rayo al principio… que invita a abrir la ventana y recibir esa luz y calor.

Ahora  al abrirla hay dos opciones al  sentirse inundada por la luz del día que nos deslumbra. Podemos pensar que poco a poco nuestro ojo se acostumbrará a esa luz intensa que ahora parece alfileres en nuestras pupilas y que poco a poco esa sensación dará paso a otra que nos hará sentirnos envueltos en un abrazo cálido y luminoso. Abrazo que hará desvanecerse el miedo como un vampiro al sol. O podemos decidir cerrar la ventana de golpe, asegurar las rendijas y quedarnos acurrucadas, solas, frías y temerosas en nuestra esquina mirando esa maleta roja que cerramos y aún no decidimos quemar. 

Yo quiero recordar lo hermoso que es amanecer… y como alguien me dijo, la mano con la que llevas la maleta es la misma mano que le das a alguien cuando paseáis cogidos. Mi mano está ocupada, no hay sitio para maletas.

Nohemí Hervada

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