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Ese día  la escritora se sentía triste.
Se cansó de escribir sus tristezas y decidió salir a pasear.
A pesar de caminar sin rumbo, con su mente divagando  también sin timón, se dio cuenta que sus pies la llevaban a esa calle bohemia en la que tantas veces acababa. Una calle estrecha, fría, con pequeñas tiendas viejas con olor a humedad.
No sabe muy bien por qué le gustaba deambular por esa calle. Quizás porque no era muy transitada, quizás por el aire bohemio que se respiraba y que ella hace tiempo dejó atrás. En el fondo añora a esa joven que soñaba con ganarse la vida con sus obras mientras viajaba por el mundo conociendo gente pintoresca sobre la que seguir escribiendo. Ahora se siente un poco desleal con aquella joven, la mujer madura que es a veces la deja salir, pero muy poco.
Hoy ha decidido entrar en la tienda de antigüedades.
Solo un par de veces compró algo en esa tienda, pero le gusta mirar y rebuscar entre objetos viejos imaginando las historias que podrían contar de la gente a la que pertenecieron.
Si los objetos hablaran… piensa.
En la tienda hay una mujer y una niña, su hija casi con seguridad. Una pequeña rubia con esa expresión de niña espabilada que descubre en cada objeto que la rodea todo un mundo mágico.
Aún tiene esa capacidad, se dice, de imaginar la historia en vez de intentar adivinarla y reproducirla. Y se pregunta cuándo perdió ella la capacidad de inventar para pasar a ser una mera cronista de historias y emociones. Suyas y ajenas.

Nunca fue muy buena inventando historias. Su capacidad de fantasear no duró mucho, si es que alguna vez la tuvo. Por eso le gusta observar a los niños. Admira su creatividad y capacidad de ver más allá, o de no ver más allá,  porque a veces la magia es ver lo que hay y no lo que creemos que hay. Les contamos historias a los niños, cuando lo que deberíamos hacer es escucharles a ellos contarnos las suyas.
Mientras coge una muñeca antigua de esas con carita de porcelana observa a la niña que ha encontrado un objeto y parece entusiasmada:

-«Mira qué joyero tan bonito mamá»
Y sus ojos se abren aún más admirando los dibujos labrados en la caja  y siguiéndolos con un dedo.
Decide abrirla y de  pronto  se oye una melodía que la escritora reconoce,  pero totalmente nueva para la pequeña rubia.

«¡Mamá tiene música dentro! ¡Y una bailarina!»
Y su cara refleja la sorpresa de descubrir algo mágico en una aparentemente sencilla caja de madera. Observa con curiosidad a la muñequita mitad princesa mitad bailarina  que da vueltas de puntillas sobre sí misma al ritmo de la música.
¿De dónde sale la música mamá?  ¿lleva pilas?, dime,  dime»
Su madre le sonríe y le explica cómo esas cajas de música emiten melodía a pesar de no tener Cds ni pilas.
«¿Ves sirena? se le da cuerda aquí y suena», le dice mostrándole la llave de la parte inferior de la caja.
y la niña más excitada si cabe dice:
-«yo quiero mamina, yo quiero hacer música con la caja»
Y le da vueltas a la tuerca de forma apresurada, como todo lo que se hace cuando uno no tiene aún conciencia de lo rápido que pasa el tiempo.
La bailarina continúa dando vueltas y la melodía se oye ahora algo más rápido. La niña deja la caja sobre la repisa y empieza a dar vueltas.

-«Mira mamá, soy la bailarina de la caja» y gira sobre sus pies con sus brazos levantados sobre su cabeza.
Ahora la escritora mira  a la madre y se dice que esa es la expresión misma del amor y de la felicidad.
Cuántos poetas han intentado escribir sobre ello  cuántas canciones, cuántos lienzos… y ahora, en ese preciso instante, en la mirada de esa mujer a su hija acaba de comprenderlo.
Y lloró, por no haber tenido una caja de música y por no haber querido nunca ser bailarina.

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