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Entre el juicio y el respeto

Entre el juicio y el respeto

«Aceptar, quererse, entender, no juzgar…»

Buena forma de vivir. Seguramente debe ser la clave  de la felicidad. Y estoy totalmente de acuerdo,  de hecho es algo que intento inculcar en mi trabajo: «el no juicio». Porque nunca, nunca, conocemos todos los detalles de una historia, de un hecho, de una actuación. No seríamos justos juzgando a falta de todos los detalles, con los atenuantes que seguro nos acompañan a cada paso que damos.
Pero eso es la teoría. Lo que nuestro cerebro nos dice en frío.
Pero resulta que no vivimos en frío, no cuando hablamos de relaciones personales, no cuando hay emociones y sentimientos. Entonces todo se vuelve más complejo. Y entonces el no juicio puede fácilmente convertirse en una forma de perdernos el respeto.
Si me haces daño, si me duele cómo me tratas, lo que me haces o no me haces… si creo que no está bien, en cierto modo estoy juzgando.
Y ese juicio es necesario para saber cuáles son mis límites en una relación. En el momento que defino el respeto por mí misma estableciendo el mínimo o máximo aceptable por acción o por omisión en una relación estoy juzgando.
Imagino que todos estos que viven en modo zen, que practican el no juzgar hasta las últimas consecuencias, que hablan del desapego y cosas similares verán en mí una neurótica.
Puede ser.
O puede que esa fachada de madurez superlativa, de negación del Yo, de control del ego, no sea sino un disfraz para vivir sin aceptar responsabilidades.
«Si practico como una religión el no juzgar es porque no quiero que me juzguen a mi.»

Es decir, «no quiero reglas» que me dicten lo que quiero hacer o cómo actuar.
Y puede que esa libertad total les otorgue felicidad, seguramente. Pero también puede que lo que de verdad otorgue sea una ausencia de vínculos reales, firmes.
Toda interacción continuada, provocada, buscada y mantenida,  entre dos personas implica unas consecuencias. Querer sólo las que nos interesa a nosotros no es ausencia de juicio, es puro egoísmo.

No sé dónde está el equilibrio. No sé dónde está el punto en el que las libertades de todos fluyen armoniosamente sin inundar y ahogar  las del contrario.
Seguramente la mejor forma de no juzgar es intentar vivir con la regla de oro:
«Haz al otro lo que quieres que te hagan a ti».
Cuando la motivación verdadera es el amor, el de verdad, no el de las novelas y poemas de amor tóxicos, cuando mi deseo es la felicidad mutua, no solo la propia,  entonces seguramente no haya línea entre el juicio y el respeto.
Porque el respeto por mi mismo pasará por respetar también al otro. Porque entenderé que todos somos libres de todo, menos de dañar voluntariamente al semejante.
Y cuando hay tanto daño y tantos recuerdos que querer olvidar, intentar no juzgar es una carga pesada que parece que nos roba lo único que nos mantuvo a flote ante el dolor: nuestro derecho a sentirnos dañados.
No juzgarte me duele más que hacerlo.
Ahora es tarde. Ya no puedo hablar contigo, con vosotros, de estas cosas.

Me gustaría preguntar:

-¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no pensaste una sola vez en el daño que causabas?

Me he resignado a no preguntar, a no tener respuesta.
Vivo intentando no pensar en ello. Pero a veces un remolino de rabia me devora por dentro. Me dobla literalmente el dolor físico que no es sino reflejo del dolor de mi alma.
Y lloro. Lloro como la niña que ve injusto el castigo que le infringen por algo que no ha cometido. A la que ni siquiera le conceden el derecho al pataleo.
Porque ahora, lo que hacen las «niñas buenas» es :
«Aceptar, quererse, entender, no juzgar…»

Pero yo, de «buena» tengo lo justo…

No quiero beber de un pozo, yo prefiero un manantial

No quiero beber de un pozo, yo prefiero un manantial

No quiero beber de un pozo
agua quieta, oscura, vieja
Agua esperando las bocas
sed que la ayude a salir
Agua que ya otros sacaron
otras bocas, otra sed antes de mí

No quiero beber de un pozo
yo prefiero un manantial
donde el agua mana sola
fresca, limpia y siempre nueva
no esperando mi llegada
pero acercándose a mi

No quiero beber de un pozo
yo prefiero un manantial
que refresque mi garganta
que me cuente su sonido
que nació en el origen del mundo
buscando  morir en mi

No quiero beber de un pozo
yo prefiero un manantial
donde pueda sumergirme
inundada en mi  burbuja
donde me convierta en agua
y en mi propio manantial

No quiero beber de un pozo
yo prefiero un manantial

 

Foto de portada: David Carrero Fdez-Baillo

Miedo-Pablo Alborán

Empiezo a notar que te tengo,
empiezo asustarme de nuevo,
sin embargo lo guardo en silencio
y a dejar que pase el tiempo.

Empiezo a creer que te quiero
y empiezo a soñar con tus besos
sin embargo no voy a decirlo
hasta que tu sientas lo mismo.

Porque tengo miedo, miedo de quererte
y que no quieras volver a verme

Por eso dime que me quieres,
o dime que ya no lo sientes
que ya no corre por tus venas ese calor que siento al verte
no lo intentes se que me mientes..

Empiezo a soñar que te pierdo ,
empiezo ya a echarte de menos
a caso te miento no es cierto
que se esta apagando lo nuestro ,
para negar que es mentira ,
que soy el único en tu vida
te sigo notando perdida…

No me digas que me quieres
ya no me importa lo que sientes
que aquel amor que me abrazaba
ya no quema solo escuece,
no lo intentes
se que me mientes…
Ya no me digas que me quieres ,
ya no me importa lo que sientes…

ya no tengo miedo…

Soy  agua

Soy agua

Mi relación con el agua siempre ha sido muy especial.
Nací en medio de la península ibérica, a cientos de kilómetros del mar. Mis primeros años de vida tuve una alergia que me impedía darme largos baños jugando en la bañera como la mayoría de los bebés y niños.
Mis primeros recuerdos de vacaciones fueron siempre relacionados con agua.
LAs más lejanas en mi memoria me trasladan a un pueblo con río, viendo renacuajos de rana…
El lavadero público del pueblo de mis abuelos, que me parecía fascinante.
Y luego el mar… después siempre vacaciones en la costa, hasta que con 8 años nos trasladamos a vivir cerca del mar.

El mar ha sido una constante en mi vida, mezcla de atracción y miedo. Bonita metáfora de mis propias vivencias. Aprendí a nadar sola, por puro orgullo. Otra buena metáfora de uno de los rasgos que más tiempo me acompañó en mi vida.

Al principio de mi edad adulta me vine a vivir a una isla… y me convertí en isleña. Yo que he errado toda mi vida de un lugar a otro, que no sentí nunca «pertenecer a ningún lugar» al final pertenezco al mar.

Durante años ese océano que me rodeaba era una especie de acompañante silencioso, al que veía constantemente, pero con el que me relacionaba poco.
No fue sino el tiempo, los años, el liberarme de cargas viejas y  pesadas, que me reconcilié con el agua.
LA literatura esta llena de historias  de agua. Metáforas aludiendo a su poder limpiador, refrescante, constante, etc.
En un momento difícil de mi vida, solo el agua conseguía calmar mi angustia.  Dejando de respirar  encontraba el aliento que me faltaba. En una especie de paradoja, sentía al sumergirme que escapaba de la realidad asfixiante del mundo con oxígeno.
El agua me devolvía la confianza en que todo puede mejorar, que soy más fuerte que mis problemas o que las situaciones difíciles.

He pasado toda mi vida creyendo que tenía que ser una roca, creyendo que siendo fuerte, dura e inamovible nada me haría daño.
Y ahora sé que soy  agua.
A veces mansa, a veces brava, a veces fluyendo hacia adelante y a veces con fuerte resaca…
A veces yendo por mi cauce y a veces imprevisible.
Me descompongo en riachuelos y me recompongo en torrente cuando hace falta…
Puedo hacerte flotar o hundirte, puedo quedarme a envolverte o alejarme para siempre de ti…
Puedo ser una laguna  o un tsunami…
Soy agua y adopto mil formas.
Soy agua y no hay nada más fuerte que el agua.

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