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«Más que la Acción, lo que define lo que eres es tu Reacción»
Creo firmemente en esas palabras.
Nuestras acciones están condicionadas por infinidad de aspectos que no siempre podemos y/o queremos controlar. No siempre somos nosotros mismos, o no siempre somos quienes creemos ser o quienes queremos ser… que ese es otro debate interesante: ¿Soy como yo creo que soy o como mis hechos demuestran que soy?
La cuestión es que al final nuestro Yo verdadero puede resultar un completo desconocido hasta para nosotros mismos. Nos pasamos la vida maquillando nuestro aspecto,nuestra imagen, nuestra esencia…
Una esencia que pocas veces fue aceptada así que aprendimos a disimular para encajar con el resto.
Yo sé mucho de maquillar y disimular. Nunca me gustó demasiado mi envoltorio así que aprendí a camuflar esas partes de mí que no me gustaban, supe cuáles eran mis bazas fuertes en la partida y las jugué.
De forma inconsciente todos aprendemos esa lección. Cuando nos aplaudían por guapa, o por lista o por responsable, o por independiente, o por buena, o por tranquila, o por resolutiva, o por complaciente… Aquello que nos era alabado por el resto era lo que potenciábamos. Sin pensar que quizás esa no era nuestra faceta característica, sino la que les venía bien a los demás.
Tener un papel asignado en el teatro de la vida te da mucha comodidad. Es como si tuviéramos mentalidad de funcionarios emocionales: «Este es mi lugar y aquí me quiero quedar».
Y desde nuestra segura plaza fija de personas de esta o de la otra manera vamos capeando la vida. E intentando mantener a raya bajo el uniforme a las otras YO que a veces quieren salir.
Y en algunos momentos de la vida, en situaciones de crisis o de cambios resulta que algunos de esos YO, hartos de estar secuestrados por el qué dirán, o por el miedo a lo desconocido, por el miedo al rechazo que produce lo que rompe la «estabilidad», de pronto esos otros Yo se amotinan y amordazan al funcionario modelo y asumen el control.
Y entonces nos convertimos en una especie de adolescentes que ven cómo su cuerpo crece a un ritmo descontrolado, desacompasado, sin armonía en el conjunto. Y resulta que tenemos que ir aprendiendo a bregar con emociones nuevas, con sensaciones excitantes por novedosas, por peligrosas, por rompedoras… Como cualquier adolescente… solo que ahora no somos adolescentes. Ahora no somos esas personas sin casi responsabilidades que tienen esa época de su vida precisamente para ir aprendiendo a gestionar todo ese maremágnum de emociones y deseos, para ir comprobando que la vida no va de premios y castigos arbitrarios, sino de acciones, reacciones y consecuencias ineludibles.  Hay que experimentar y aprenderlo en esa época porque los daños pueden ser aún controlados. No hay otras personas que dependen de nosotros, más bien al contrario, en caso de pánico y no saber cómo seguir, se supone que aún tenemos la red de seguridad de una familia que sigue ahí, dándonos libertad pero ofreciendo el apoyo, la seguridad y la sabiduría de la experiencia para que no haya casi nada totalmente irreparable.

Pero muchos no tuvimos ocasión de vivir esa etapa como era debido. Muchos no tuvimos esa red que nos protegía sin sujetarnos ni oprimirnos. Algunos sencillamente nunca fuimos soltados de la mano, con lo cual no aprendimos a saltar, y otros que sí caminábamos sin ir agarrados, no tuvimos red debajo, con lo que nos faltó ese componente de empezar  en un camino primero desde la seguridad y no desde el miedo.

Y los adultos que somos con esa etapa incompleta, como tantas otras, a veces nos enfrentamos mucho más tarde a momentos que nos recuerdan esa necesidad vital de avanzar dando un salto.
Muchos deciden no saltar nunca, y quedarse en la monotonía segura de la plaza fija. No hay grandes expectativas, pero no hay grandes fracasos.
Y otros decidimos saltar aunque ahora no estamos solos. Aunque ahora en vez de esa joven libre y desenfadada y con toda la energía disponible para saltar y levantarse las veces necesarias, somos esa mujer que acumula kilos, y no sólo de peso… Kilos de situaciones vividas o dejadas de vivir que cargan nuestra mochila. Kilos de angustia, de inseguridades, de desengaños, de renuncias, de frustraciones, de duelos irreconocidos, de abusos varios, de abandonos, de desencuentros… Kilos de responsabilidad que nos  miran como si nos preguntaran: «¿Dónde crees que vas?»
Y a veces, a pesar de todo ello, decidimos saltar. Y aprendemos sobre la marcha, improvisamos según nos dicta la cabeza, el corazón, las tripas y hasta el útero, ese órgano palpitante que muchos confunden con el coño.
LAs mujeres nos hemos creído que el colmo de nuestra liberación es poder hablar y practicar sexo sobrepasando todos los límites que antes re-conocíamos de forma individual y/o colectiva. Y creímos que cuanto más abiertas fuéramos en el sentido literal y metafórico, más libres seríamos y más modernas, y más deseables… Como si ser deseadas y queridas nos hiciera más felices. Como si la autoestima viniera alguna vez desde fuera y no desde dentro.
Y lo que hacemos al final es ser más sumisas aún a los deseos de otros.  Y seguimos volcando nuestra imagen del YO a través de los ojos de otros. Seguimos buscándonos en los espejos de los demás, esperando que nos devuelva una imagen que nos gusta más que la que vemos en el espejo insoportable de mirarnos a nosotras mismas.
Nos engañamos creyendo que por ser más accesibles ganamos en libertad y autoestima y es todo lo contrario. Violamos nosotras mismas nuestros templos sagrados dando paso a mortales indeseables que no entienden lo que supone acceder al lugar donde la vida tiene su origen.
Hemos aprendido a follar con el coño sí, pero hemos olvidado cómo amar y amarnos desde nuestros úteros.
Hemos olvidado que para que alguien nos ame antes tenemos que amarnos nosotras. Que para que nos amen como merecemos antes tienen que respetarnos y en cierto sentido admirarnos, y eso pasa porque nos respetemos y admiremos nosotras mismas primero.
Hemos olvidado que la vida en femenino no es una competición.

Compiten los hombres, compite el espermatozoide por llegar a un óvulo. Nosotras no somos seres competidores, somos el origen de ese óvulo que está en su lugar, en su camino marcado milenios atrás. No tenemos que correr, ni pisar ni adelantar a nadie. Nosotras «somos» y «estamos», son ellos los que han de ganar esa posibilidad de acceder a ese lugar único, mágico y divino.

Pero lo hemos olvidado… nos lo han hecho olvidar y al olvidarlo aceptamos la creencia errónea de que  no éramos lo bastante buenas  para conseguir lo que merecíamos. Que otras nos arrebatarían lo que era nuestro y asumimos la rivalidad masculina como propia.

No es fácil desaprender lo que hemos mamado, cuando  lo que deberíamos haber mamado es precisamente que somos mujeres, que somos el origen de la vida, que somos poseedoras de los secretos sagrados que  la mantienen …
Y recuperar esa conciencia no va de reunirse en círculo y llamar hermanas a cualquiera, no va de hacer un trabajo mental y respirar profundo aullando a la luna con otras mujeres. No va de esa supuesta sororidad que me chirría en lo más profundo.
Tener conciencia de lo que es ser mujer, de lo que somos y de cómo nos comportamos va más allá. Va de mirarnos dentro, de ver nuestras partes oscuras, va de no maquillarnos más, va de ser honestas, va de reconocer nuestras miserias, va de demoler esos principios que creemos nos dan seguridad pero en el fondo son obsoletos porque no son sino excusas para no vivir con responsabilidad.
Va en definitiva de permitirnos actuar como sabemos o podemos, pero sobre todo de no excusarnos. De asumir responsabilidades. De no acusar a los demás de nuestra «mala» suerte. De no esperar a que «el Universo» nos regale la vida que queremos. De  aprender hasta de aquello que más nos avergüenza de nuestros propios hechos.
VA de reconocer en nosotras incluso la capacidad de odiar. Y sobre todo, va de intentar que ese odio no nos consuma y se transforme en absoluta indiferencia: «Ya no me afectas en mi vida, no existes para mí, no te doy el poder de herirme».
Somos diosas sí, pero no somos eternas. Y quizás el aprendizaje más duro de todos es darnos cuenta de que sólo tenemos el momento presente . Que vivimos en la absoluta incertidumbre, por muchas promesas y compromisos y juramentos que hagamos o aceptemos.
No hay certeza de casi nada… salvo de que moriremos.
Cuando incorporamos a nuestra vida esa certeza y decidimos enfrentar la vida con esa seguridad pero desde el amor, dejando  que la ira, los celos, la rabia, la envidia… todo lo que al fin y al cabo es ego, no se instalen en nosotros… entonces la vida, el universo, o nosotras mismas, nos regalamos el disfrutar la vida  sabiendo exactamente quiénes somos. Y empezamos a no juzgar cada acción sino a dejar que sea la reacción la que nos muestre el camino.

«Soy aquello que hago con lo que me pasa después de mis hechos más deplorables»

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