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Hay una teoría que afirma que las fechas de acontecimientos importantes se suelen repetir. No sé exactamente cómo se llama, pero más o menos afirma, por ejemplo, que en la misma familia suelen coincidir aniversarios de nacimientos, muertes y sucesos marcados, con menos de 1 semana de diferencia.
No sé hasta que punto es verdad o pura coincidencia, pero hoy me he acordado de esto.
Hace aproximadamente 2 años estaba en el mismo lugar que estoy hoy. En este parque de Valencia, junto a la Ciudad de las Ciencias.
Miraba el bello cielo despejado de esta ciudad pensando en que había terminado definitivamente una etapa importante de mi vida.
Hoy, 2 años después, la situación se repite.

Hoy pienso en cómo la vida se empeña en que repitamos situaciones una y otra vez. Al parecer en algunos temas soy muy mala alumna, y me toca siempre examinarme en septiembre. Y suspender.

El mismo lugar, similar final… espero al menos, haber cambiado algo para mejor.
Hace 2 años dolida tomé un camino. Hoy sé que no lo haré.
Soy la misma pero diferente.
He aprendido que soy capaz de aguantar más de lo que pensaba.  De amar más de lo que pensaba.  Y sobre todo he aprendido  que yo no puedo hacer cambiar a nadie.
A veces es duro aceptarlo. Creemos que con la fuerza más poderosa del Universo de nuestro lado podremos… pero no.
Da igual todo el amor que tengas, todo el amor que demuestres, todo el amor que guardes… da igual todo lo que esperes, todo lo que soportes, todo lo que perdones… nadie puede hacer que otra persona lo reciba si no quiere.
Al final el amor no mueve el mundo… sino el miedo.
El miedo al amor que a veces es más aterrador que cualquier otro. Porque el día que decidimos amar de verdad, el día que aceptamos lo que eso significad de verdad, y no de palabras dichas o escritas con más pasión  o deseo de conquista que otra cosa, ese día, adquirimos un compromiso con nosotros mismos de ser consecuentes y valientes y merecedores de ese regalo supremo.
Porque fallarle a otro es tolerable. Siempre encontramos excusas y justificaciones para esos casos.  Somos expertos en autojustificarnos y en absolvernos. Lo difícil es cuando nos fallamos a nosotros mismos, cuando tenemos que rendir cuentas a nuestra propia conciencia, a nuestra propia idea de la persona que creemos ser, o que queremos ser. No la que aparentamos, no la que a base de fingir hemos llegado a creernos. La que demuestran nuestros hechos.
Un día escribí que da igual el disfraz que nos colguemos, porque nuestro verdadera yo se nos saldrá por las costuras.
Dios sabe que intenté disfrazarme de impasible, de fría, de distante, de «perfecta», de amante paciente… intenté respirar, fluir y soportar…
Y al final… como siempre, me pudo más el amor que el miedo a perder.
Y perdí.
Lo perdí.
Y perdí la partida que tan bien juegan quienes acostumbran a manejarse bien en el engaño.
Perdí la batalla…  para ganar mi propia guerra.
Porque hay algo peor que estar solo y es conformarse con menos que el amor verdadero.

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