Seleccionar página
La escritora y el deportista- 3

La escritora y el deportista- 3

(…)
-¿Y a ti qué te falta?
Esa frase fue suficiente para desarmarla. Le miró con una mezcla de sorpresa por lo directo de la pregunta y tristeza por darse cuenta que debía ser más que evidente que le faltaba algo importante.

Algo que no disimulaba la energía que desprendía en todo lo que hacía ni su locuacidad en la conversación.
-¿Qué me falta? Repitió en voz baja esquivando la mirada, y pensando en la respuesta rompió a llorar.

Ese día ella dijo en voz alta algo que llevaba comiéndole el alma y la autoestima. No era lo que le faltaba, sino lo que le sobraba en su vida.
Sobraban mentiras. Mentiras gratuitas y desprecios. Sobraba haber confiado en alguien que no la merecía y sobraban todos los que aparecieron después que no hicieron sino aumentar ese vacío que a veces, cuando se asomaba a mirar parecía querer engullirla.

Era dueña de su vida, de su tiempo…  pero no de su corazón. Cometió el error de entregarlo antes de tiempo.
Parece mentira, cómo alguien puede ser tan inteligente para unas cosas y tan cándida para otras.
Cándida pero valiente. Se lanzó tras el amor pensando que quienes dicen amar, lo sienten y lo viven. Y comprobó que las palabras son fáciles de pronunciar. Que a veces los «te quiero» surgen casi solos, con tanta facilidad que creemos que salen de algo cierto. Y la realidad es que nacen sólo de las ganas de querer.
Queremos querer, queremos que nos quieran, y si es posible, queremos que eso se dé a la vez, con la misma persona. Y aparece alguien  y la ilusión, el reto, la excitación y el juego es tan intenso que lo confundimos con amor.
Eso le dijo él cuando ella le reprochó ese distanciamiento cruel sin explicaciones.  Cuando le preguntó a bocajarro si estaba con otra, dándose cuenta que en su cobardía ni siquiera era capaz de decírselo abiertamente. Ni en eso la respetó.

Oírle decir:
-«Sí, he conocido a alguien» fue demoledor.
No sabía lo que se sentía siendo apuñalada literalmente en el corazón, pero debía parecerse mucho a esto. Un dolor indescriptible en el pecho. Una mezcla de alivio por saber que no estaba loca, que no eran imaginaciones de una histérica, junto a  la sensación de falta de aire, de ahogo y de angustia.
Los «te amo» y los planes resultaron no ser nada.

Nada para él, pero a ella le desapareció el suelo bajo sus pies.
Como ese sueño que tenía a veces en el que se veía conduciendo por una carretera entre montañas y se salía hacia el barranco. Esa sensación de sentirse volar, ligera, sabiendo que es la antesala del final. Del más horrible final.
Ese final alargado sin necesidad, literalmente la rompió. La rompió el desengaño, la traición y la mentira.
Sólo algunas amigas muy allegadas supieron lo profundo que cayó con aquello. Ni ella quería ser consciente de cómo la había afectado aquella historia por la que pagó un precio tan alto.
Dolor enmascarado en risas,  intentando anestesiarlo  con otras cosas, con otras personas, que no eran él.
Todo eso recordaba y todo eso le fue contando la escritora al deportista.  Empezó en esa primera cita y siguió desgranándole poco a poco las historias de su vida. Las más dolorosas, las más íntimas, aquéllas que nadie sabía, incluso las que le avergonzaban de sí misma. Como quien se confiesa esperando algún tipo de absolución.
A veces le contaba las cosas entre sonrisas, había aprendido desde muy joven a reírse de sí misma y el sentido del humor iba a serle necesario más que nunca en esta etapa de su vida . Hubo momentos dulces, de felicidad y no era justo negarlo. Recordarlos a veces le daba cierta paz. Como una especie de resguardo que demostraba que aquello fue real. Otras veces hablaba entre sollozos de pura tristeza o de rabia contenida.
Así duele el amor cuando duele.

El deportista iba adentrándose cada vez más en ella.  Poco a poco todos los rincones iban siendo abiertos. Con mucho miedo al principio, con reticencias que ella intentaba disimular con una falsa apariencia de frivolidad. Con todas sus barreras elevadas.
No le importaba abrirse y desnudarse ante él. Lo deseaba, en el fondo, era liberador. Pero no quería que él llegará más allá. No quería enamorarse. No podía enamorarse. No con su corazón roto.

(Continuará…)
Imagen de portada Broken Mara by NanFe 

La escritora y el deportista

La escritora y el deportista

Como muchas mañanas estaba con su ordenador trabajando en su cafetería preferida. Hacía frío  y se dejó su abrigo en el coche, pero le estaba cundiendo la mañana y no quería parar para ir a buscarlo.
Pidió un té rojo para entrar en calor. Se tomó uno minutos de pausa del teclado y se puso a observar a la gente alrededor.
Era una cafetería que servía de punto de reunión de equipos de comerciales.  Oficinas improvisadas, punto de encuentro, lugar de reunión céntrico pero de fácil acceso.
En una mesa una abuela con un bebé. No puede evitar sonreír al ver la escena. Siempre sonríe al ver a un bebé. Echa de menos los suyos. Ya no son bebés, esa etapa acabó. Y suspira.
Mientras su mente vuela  pensando en pieles de bebé con ese olor inconfundiblemente embriagador se da cuenta que en otra mesas hay un hombre que la observa a ella.
le resulta vagamente familiar, le devuelve la mirada unos segundos y atisba una leve sonrisa. De esas que quieren decir un «hola» tímido.
Juraría que le mantiene la mirada más de lo normal, pero vuelve a sus cosas y sus pensamientos.
No es un momento fácil. Tomar decisiones siempre tiene una parte de liberación y otra de miedo a haberse equivocado.
Se dice a sí misma que es lo correcto y a la vez se enfada por desear no haberlo hecho.
¿Cómo es posible que a estas alturas de la película le haya pasado de nuevo?
Mira el teléfono que tiene sin timbre para poder concentrarse mientras escribe, y revisa si tiene mensajes.
En realidad sólo le interesa un mensaje, Ese que no llega.
-«Mejor así», se dice
y no resulta creíble ni para sí misma.

Vuelve a suspirar, esta vez de forma profunda, con esos suspiros de anhelo, en los que se vacía el alma tras el aire que sale del pecho.
Y nota que la observan y vuelve a mirar a esa mesa. Y sí, efectivamente el chico de la otra mesa la estaba mirando.

EN esta ocasión se turba como si él adivinara sus pensamientos.
-«Es imposible», se dice. «¿Cómo va a saber en qué pienso?»
Y recuerda cuántas veces ha explicado ella que el cuerpo no miente, que nuestros lenguaje corporal es quizás el único verdadero que tenemos.
Ese suspiro la delata. No era cansancio, no era aburrimiento; era nostalgia y tristeza.
No lo va a reconocer, pero ya le echa de menos. Y sabe que ese deseo puede llegar a ser tan intenso que duela.
Y de repente cambia su postura  y se pone tensa, como quien se dispone a enfrentarse a algo o a alguien.
Y es así, porque se enfrenta a su propio deseo. A la parte de ella que quiere rendirse y seguir a cualquier precio.
Y vuelve a buscar la mirada del desconocido como para decirle que no es lo que cree. Que va a mantenerse en su decisión. Como si él fuera su conciencia, como si el desconocido supiera lo que pasa o le importara.
Y en esta mirada vuelven a mantenerse los ojos un par de segundos.
Demasiados para un desconocido, piensa ella. Y los aparta.
Ella suele mantener fácilmente la mirada a los demás. De hecho en la última conversación con su deportista, él se lo dijo: «A veces intimidas con tus miradas».
«A este al parecer no» piensa e intenta no sonreír mientras se imagina por qué este chico la mira y la mira de ese modo.

Es curioso, hace unos meses otro desconocido apareció de casualidad en su vida, y fue su mirada la que lo atrajo a conocerla.
Y hablaron, y quedaron, y salieron, y se miraron a los ojos, y ella desnudó el alma a través de ellos. Y se abrazaron. Y ahí empezó todo.

(continuará)

Una niña y una caja de música

Una niña y una caja de música

Ese día  la escritora se sentía triste.
Se cansó de escribir sus tristezas y decidió salir a pasear.
A pesar de caminar sin rumbo, con su mente divagando  también sin timón, se dio cuenta que sus pies la llevaban a esa calle bohemia en la que tantas veces acababa. Una calle estrecha, fría, con pequeñas tiendas viejas con olor a humedad.
No sabe muy bien por qué le gustaba deambular por esa calle. Quizás porque no era muy transitada, quizás por el aire bohemio que se respiraba y que ella hace tiempo dejó atrás. En el fondo añora a esa joven que soñaba con ganarse la vida con sus obras mientras viajaba por el mundo conociendo gente pintoresca sobre la que seguir escribiendo. Ahora se siente un poco desleal con aquella joven, la mujer madura que es a veces la deja salir, pero muy poco.
Hoy ha decidido entrar en la tienda de antigüedades.
Solo un par de veces compró algo en esa tienda, pero le gusta mirar y rebuscar entre objetos viejos imaginando las historias que podrían contar de la gente a la que pertenecieron.
Si los objetos hablaran… piensa.
En la tienda hay una mujer y una niña, su hija casi con seguridad. Una pequeña rubia con esa expresión de niña espabilada que descubre en cada objeto que la rodea todo un mundo mágico.
Aún tiene esa capacidad, se dice, de imaginar la historia en vez de intentar adivinarla y reproducirla. Y se pregunta cuándo perdió ella la capacidad de inventar para pasar a ser una mera cronista de historias y emociones. Suyas y ajenas.

Nunca fue muy buena inventando historias. Su capacidad de fantasear no duró mucho, si es que alguna vez la tuvo. Por eso le gusta observar a los niños. Admira su creatividad y capacidad de ver más allá, o de no ver más allá,  porque a veces la magia es ver lo que hay y no lo que creemos que hay. Les contamos historias a los niños, cuando lo que deberíamos hacer es escucharles a ellos contarnos las suyas.
Mientras coge una muñeca antigua de esas con carita de porcelana observa a la niña que ha encontrado un objeto y parece entusiasmada:

-«Mira qué joyero tan bonito mamá»
Y sus ojos se abren aún más admirando los dibujos labrados en la caja  y siguiéndolos con un dedo.
Decide abrirla y de  pronto  se oye una melodía que la escritora reconoce,  pero totalmente nueva para la pequeña rubia.

«¡Mamá tiene música dentro! ¡Y una bailarina!»
Y su cara refleja la sorpresa de descubrir algo mágico en una aparentemente sencilla caja de madera. Observa con curiosidad a la muñequita mitad princesa mitad bailarina  que da vueltas de puntillas sobre sí misma al ritmo de la música.
¿De dónde sale la música mamá?  ¿lleva pilas?, dime,  dime»
Su madre le sonríe y le explica cómo esas cajas de música emiten melodía a pesar de no tener Cds ni pilas.
«¿Ves sirena? se le da cuerda aquí y suena», le dice mostrándole la llave de la parte inferior de la caja.
y la niña más excitada si cabe dice:
-«yo quiero mamina, yo quiero hacer música con la caja»
Y le da vueltas a la tuerca de forma apresurada, como todo lo que se hace cuando uno no tiene aún conciencia de lo rápido que pasa el tiempo.
La bailarina continúa dando vueltas y la melodía se oye ahora algo más rápido. La niña deja la caja sobre la repisa y empieza a dar vueltas.

-«Mira mamá, soy la bailarina de la caja» y gira sobre sus pies con sus brazos levantados sobre su cabeza.
Ahora la escritora mira  a la madre y se dice que esa es la expresión misma del amor y de la felicidad.
Cuántos poetas han intentado escribir sobre ello  cuántas canciones, cuántos lienzos… y ahora, en ese preciso instante, en la mirada de esa mujer a su hija acaba de comprenderlo.
Y lloró, por no haber tenido una caja de música y por no haber querido nunca ser bailarina.

El mar siempre es traicionero

El mar siempre es traicionero

«El mar siempre es traicionero… y un pirata es un pirata,» se dice la escritora mientras cierra su cuaderno y observa el océano ante ella.
Está sentada  a pocos metros de la orilla, por un momento absorta con el vaivén de las olas…

Vaivén… vaivén… y su mente empieza a repetir ese sonido «vaivén, vaivén,vaivén… es casi hipnótico, se dice, y  qué  bien describe en sí misma su significado.
Y entonces por una asociación tonta de ideas piensa en «correveidile», otra curiosa forma en que el contenido se hace forma.
Iba a seguir usando en su memoria ejemplos, a perderse en su amor por el lenguaje cuando de pronto recuerda por qué está ahí.

Y un gesto de contrariedad aparece en su rostro. O más bien, de desilusión.
Estaba casi segura que le vería allí.   ¿Dónde si no? Lo único que sabe de su pirata desconocido es que navega por el mar… así que se llevó su cuaderno y su pluma, y decidió escribir cerca del puerto.

«No seas tonta, tú vienes aquí mucho a escribir, el mar te inspira» le dice una de sus voces interiores , e inmediatamente, casi antes de acabar le interrumpe otra de esas vocecitas que solo ella oye: «Sí, claro, el mar te inspira… JA. Tú estás aquí porque quieres verle. No te engañes. En toda la tarde no has hecho más que garabatos en el cuaderno»

De eso nada, exclama en voz alta y busca en hojas pasadas una par de frases incoherentes a las que intentaba dar forma… Pero la verdad es que aparte de esas frases sin demasiado sentido… solo hay   en el papel muestras de que la mano dibujaba mecánicamente mientras la mente divagaba…

La escritora suspira y se dice que a quién quiere engañar… si además ¡está sola! No hay nadie cerca. Salvo un par de ciclistas y una pareja que ni se ha fijado en ella, de lo absortos que iban contándose sus cosas, , no ha pasado nadie por allí. No necesita fingir ni guardar ninguna compostura. Puede sentirse decepcionada o tonta, o las dos cosas. Total, nadie lo va a saber.
Y cierra su cuaderno, y lo guarda en su bolsa de tela. Y entonces lo coge de nuevo y busca lo que escribió por la mañana…
Lo lee despacio, suspira y lo cierra.

Y solo alcanza a decir:
«Pues sí que soy curiosa. Y estúpida. »
Y cierra de nuevo su cuaderno con un gesto brusco, de un golpe. Y echa a caminar con él en la mano, sin meterlo en su bolsa de tela.

Empieza a caminar hacia el pueblo pensando en esa parejita que vio pasar acaramelada y no puede evitar preguntarse cómo fueron sus primeros encuentros.  ¿Quién empezaría el acercamiento?  ¿Cuánto hará que salen juntos? ¿Cómo se habrán conocido? Y no puede evitar pensar en que es una especie de lotería entre todo el mar de gente que nos rodea, encontrar   o encontrarse con un pez que te guste y al que le gustes.
Y entonces se dice que por qué narices piensa en peces y en el mar. «Nada de agua, nada de agua, nada de agua, nada de barcos y nada de piratas. Pensaré en el desierto. Eso, pensaré en pirámides en el desierto. Por cierto mañana voy a hacerme un tatuaje. Sí, una pirámide. Arena, seco. Nada de mar, ni agua ni peces. Ni piratas.»

Porque los piratas, y todo el mundo lo sabe… no son de fiar.

(Continuará…)

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies